Era temprana la mañana que amaneció en mis ojos, la penumbra abarcó la noche con un abrazo de oscuridad envolviendo todo el cielo, como era de costumbre a esas horas del día. El frío se calaba cada vez más, aún y estando bajo las gordas y cálidas sabanas de mi cama, algún que otro escalofrío recorría mi cuerpo. Por la ventana, justo delante de mí, podía divisar gracias a la luz de las estrellas y esos ligeros rayos de luna, como la nieve caía lentamente como pequeños hombrecillos grises descender con su paracaídas hasta llegar al suelo. Mis manos palpaban cerca de la mesita para encender la luz, que conseguí abrir después de varios intentos. Seguía mi ropa por el suelo, sobre la vieja mesa del escritorio, y el piano.
Los papeles que utilicé para describir historias fallidas terminaron por estar arrugadas y amontonadas en la papelera. La mañana anterior no tuve ganas de ponerme a ordenar la habitación, estaba demasiado cansada como para dedicarme a hacer trabajos de esa clase. Lo único que me importaba era acostarme y dejar pasar las horas únicamente en los relojes. Pasados unos minutos, pensando en las musarañas, con la mente aún adormecida y un tanto cansada, opté por levantarme y dirigirme hacia la cocina a tomar algo.Me incliné bajo la cama para coger las zapatillas de ir por casa, pero el suelo estaba tan sumamente frío, que al tocarlo mi cuerpo se sobresaltó y me levanté sin haber conseguido lo que buscaba. Bajé las escaleras descalza y me dirigí donde la nevera para prepararme un vaso de leche. Dirigí una corta mirada hacia el reloj, que tuve que repetir para aclarar la hora.
Eran las cinco y veinte de la mañana, debí de haber dormido unas once horas desde que me acosté al llegar de Londres. El tiempo pasó volando en mi habitación, y la luna se apoderó del sol como las olas se apoderan de la orilla en plena tormenta. La nieve no dejaba de caer, ahora mucho más intensa que antes. El viento arrastraba los copos hacia las ventanas, acumulando su frío en ellas. De repente un estallido de rayo hizo retumbar toda la casa, y en menos de que el segundo llegó a hacerse realidad, la luz me abandonó, llevándose consigo la de las farolas en la blanca calle, y quedando el pueblo sumido en una total y fría oscuridad.
El murmullo del viento disciplinaba al silencio, intenté mantener la calma, pero Las cadenas que la sujetaban se rompieron por mi incontrolado sentimiento. Y el miedo hizo acto de presencia. En silencio fui acercándome sigilosa al salón lentamente para sentarme en el sofá y esperar a que volviera la necesitada luz. Con los brazos estirados y sin perder el tacto de la pared entre mis dedos, fui desplazándome con cuidado por el pasillo de la casa, mientras mi corazón latía con fuerza. Deje que mi cuerpo cayera pesadamente sobre aquel viejo sofá que mi padre me regaló cuando me instalé en el piso. De repente, sentí como un frio sin procedencia alguna, rozaba mis acaloradas mejillas.
Mientras un extraño sonido cual arañazo en un trozo oxidado de metal abarcaba mis oídos. La luz volvió por unos pocos instantes como el chasquido de un intento fallido al encender un cigarrillo; mostrando a unos pocos centímetros de mi rostro una fúnebre silueta tan pálida como una persona cuando la muerte la sentencia, con unos ojos negros, vacíos y sin párpados, que sólo de verlos te ahogaban con los mares del llanto que creaba tu miedo.
No sé cómo pude distinguir tantos detalles en tan pocos segundos, ni siquiera sé si eso fue real, o solamente fue producto de mi enfermedad. De nuevo volvió aquella oscuridad en el salón, y yo completamente aterrorizada apretaba con fuerza el respaldo del sofá mientras cerraba los ojos para olvidar esa espantosa aparición. No sé cuánto tiempo transcurrió desde aquel insólito suceso, sólo sé que cuando me quise dar cuenta, ya estaba amaneciendo.
Mientras un extraño sonido cual arañazo en un trozo oxidado de metal abarcaba mis oídos. La luz volvió por unos pocos instantes como el chasquido de un intento fallido al encender un cigarrillo; mostrando a unos pocos centímetros de mi rostro una fúnebre silueta tan pálida como una persona cuando la muerte la sentencia, con unos ojos negros, vacíos y sin párpados, que sólo de verlos te ahogaban con los mares del llanto que creaba tu miedo.
No sé cómo pude distinguir tantos detalles en tan pocos segundos, ni siquiera sé si eso fue real, o solamente fue producto de mi enfermedad. De nuevo volvió aquella oscuridad en el salón, y yo completamente aterrorizada apretaba con fuerza el respaldo del sofá mientras cerraba los ojos para olvidar esa espantosa aparición. No sé cuánto tiempo transcurrió desde aquel insólito suceso, sólo sé que cuando me quise dar cuenta, ya estaba amaneciendo.
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